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Relato erótico por Noelia Gatalina: “Vivian, una aventura bajo el sol de Curacaví”

Por las tardes Vivian y yo salíamos a trotar por el amplio terreno de la parcela que la pareja heterosexual de ella nos había gentilmente prestado en favor de “nuestra amistad femenina”   . Llegábamos exhaustas, con la ropa húmeda pegada a nuestros veinteañeros cuerpos. Cada una despidiendo por los poros aromas que se confundían con las aceites de ducha que frotábamos la una en la otra con prolijidad y deseo bajo el chorro de agua . Ese era nuestro primer juego nocturno, antes del choque de copas sacramentado a la hora de la cena que yo preparaba entusiasmadamente llevando encima tan solo un delantal de cocina. 

Nuestras piernas se entrelazaban en las noches cálidas mientras fumábamos un porro. La introducción perfecta para desencadenar en un sexo húmedo y sensual lleno de cumbres, de tersura. De pezones erectos, lenguas bien manejadas. Suspiros femeninos, cabellos largos y labios gruesos. Elevándonos y perdiéndonos noche a noche, sin falta, por seis meses completos.

En más de una ocasión nos olvidamos del resto del mundo que circulaba por esas calles pequeñas de Curacaví mientras íbamos por abarrotes, y sin querer estrellábamos nuestros labios sin reparar en el despotrique campesino que rápidamente nos tachó de tortilleras a viva voz.

Esa mañana agarramos un par de yeguas y cabalgamos hasta la chichería dominical.  Era temprano y el sol resplandecía con furia. Escogí irme a galope lento detrás de ella, que bien sabía que lo hacía para que mis ojos pudieran acaparar su culo colosal, perfecto. Una curva pulida, exagerada, que me abofeteó con fuerza la primera vez que la vi y que nunca dejó de enviciarme.

Los viejos ebrios guardaron un silencio molesto apenas entramos al boliche. Tortilleras y bebedoras. Con tatuajes encima cuando aún no era moda. Morenas, jóvenes y resueltas, nos pedimos un jarro y nos sentamos en la barra. 

Juan fue tan amable como siempre, con la cabeza gacha y sin mirarnos nos sirvió la primera ronda. Hablábamos de cualquier cosa ensimismadas, por lo que no pudimos ver quien dio el primer golpe ni menos darnos cuenta de qué lo provocó. El asunto es que en fracción de segundos, esa chichería se convirtió en cantina del viejo Oeste y ambas sin entender nada solo protegimos nuestras cabezas de las botellas que volaban de un lado a otro.

Vivian alzó la voz y me gritó fuerte al oído, señalándome con su dedo un lugar en la cantina:

 -No somos las únicas…

-¡Las únicas en qué!

-En quererse…

Y ahí comprendí el por qué de la “tole tole”.  Uno de los borrachos abrazaba a otro, y le besaba tiernamente los labios sangrantes por el combo recibido en el hocico gracias a su condición…

Nos paramos coordinadas como si lo hubiésemos planeado y nos dirigimos a solidarizar con nuestra nueva pareja de amigos. 

Creo yo que ese día la “chichería dominical” pasó a ser el primer “barucho gay” de ese pueblo, atendido exclusivamente para un par de maricones y un par de tortilleras. 

Yo observaba la sonrisa de Vivian. No sabía que una mujer me podía gustar tanto…De hecho nunca más lo supe.

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