Estás tan tranquilo en tu casa y de pronto te entran muchas ganas de un helado. No sabes por qué, y ni siquiera le das más vueltas. Buscas en tu congelador y ves que no te quedan. No pasa nada. “Bajo, así me doy un paseíto”. Llegas a la tienda y eliges un bombón de chocolate con nata. Te apetece ese. Lo has visto y lo has sentido. Te lo comes mientras vas caminando de vuelta a casa y comienzas a sentirse ‘sexy’ y rebelde.
Nadie te ha dicho que te compres ese helado, ni te ha dicho cómo te tienes que sentir al comerlo (es solo azúcar, cómo te va a hacer sentir eso ‘sexy’…). Pero resulta que los anuncios de una conocida marca de dulces que llevas viendo en los medios durante meses han dado su fruto. No te has percatado, pero ese ‘spot’ se ha colado en su subconsciente, desencadenando todo lo anterior: ha despertado tu deseo de adquirir ese producto, ha motivado el consumo y te ha hecho sentir como la chica del anuncio.
Magia.
Estamos rodeados de publicidad. En la televisión, en la calle, en las redes sociales… El ‘marketing’ en el primer mundo se puede considerar como altamente invasivo. Y lo peor no es eso, sino la forma en la que estos anuncios se cuelan en nuestro subconsciente sin que nos percatemos. Así lo asegura Robert George Heath, profesor de la Universidad de Bath (Inglaterra) y autor de una investigación sobre el tema, de la que se hace eco ‘The conversation‘.
El estudio señala que es imposible escapar de los efectos de la publicidad, ya que el contenido emotivo de los ‘spots’ maneja nuestra susceptibilidad ante estos. Estamos trabajando y de fondo tenemos la radio; vemos la televisión y cada 15 minutos nos bombardean con anuncios; o, ahora mismo: estás leyendo esto y ya te han ‘invadido’ con un par de anuncios. Resulta paradójico.
Hay mucha gente que se cree más fuerte que los publicistas: “No, a mí no me afecta, de hecho ni me acuerdo del anuncio que acabo de ver”. Error. Aunque no te acuerdes ni de la marca ni del mensaje, el ‘spot’ se ha colado en alguna parte de tu subconsciente, pudiendo modificar posteriormente hábitos de consumo, formas de pensar o alterando tu percepción ante determinados elementos.
Es imposible escapar de los efectos de la publicidad, ya que el contenido emotivo de los ‘spots’ afecta a nuestro subconsciente aunque no queramos
Otro ejemplo, acabas de ver un anuncio de una marca de moda en televisión. Ni siquiera recuerdas de qué firma era. Pero, de pronto, al día siguiente te apetece mucho ir de compras o adquirir un vestido blanco. No le buscas más explicación y vas. De pronto estás de compras y entras a una tienda que te atrae. Crees que todas estas elecciones las has hecho libremente. Ay, corderito…
Siempre creemos que nuestras opciones de consumo son lógicas, y que han estado conducidas por un pensamiento racional, pero la motivación más potente que guía nuestras decisiones de consumo es, en realidad, nuestra predisposición emocional. Nuestro cerebro tiene un mecanismo de defensa primitivo llamado sistema límbico, que está permanentemente alerta, percibiendo estímulos y asignándoles diferentes significados. Es este sistema el que despierta a las madres cuando su bebé llora.
Cómo le manipulan los políticos a través de la televisión
A lo largo de la historia, los gobernantes siempre intentaron manipular la imagen que proyectaban hacia sus súbditos. Ya lo advertía Maquiavelo al Príncipe, hace cinco siglos: «En general, los hombres te juzgarán más por la apariencia que por la realidad; porque todos te ven pero muy pocos te tratan. Y estos últimos no se atreverán a contradecir la opinión de la mayoría«. Así, las carencias de los poderosos, sus humanas debilidades, las bajas pasiones, se intentaban disimular tras un aspecto solemne, distante, adusto, una vía para crearse un sólido carisma entre el pueblo llano.Publicidad
Aún así, gracias a determinados chismosos y maledicentes, los defectos saltaban a veces al conocimiento público. Y algunos nobles, reyes, príncipes fueron bautizados con crueles sobrenombres o acabaron retratados en coplillas poco caritativas que circulaban por fondas y tugurios.
Al contrario que antaño, el gobernante actual prefiere ofrecer un rostro desenfadado, campechano, risueño
Sin embargo, este tipo de imagen seria, severa, cambia con el advenimiento de la televisión. Ahora el gobernante prefiere justo lo contrario: ofrecer un rostro desenfadado, campechano, risueño. Hubiera sido inimaginable un busto de Julio Cesar o un retrato de Napoleón sonriendo o riéndose. Pero hoy pocos líderes tienen reparo en acudir a cualquier programa televisivo por dudosa que sea su calidad, y comportarse campechanamente con tal de llegar al gran público. El mero hecho de aparecer en la pequeña pantalla constituye un argumento de autoridad, una aureola que ofrece credibilidad a los ojos de la gente. Y, al contrario que en el pasado, tienden a descuidar el fondo, las ideas para preocuparse, más bien, por la difusión de su imagen.
Así, la televisión propició una política superficial, de consignas huecas. Los gobernantes intentaron utilizar este invento como palanca para manipular al personal, para imponer su propia agenda. Aunque en la actualidad sea un medio en retroceso, la pequeña pantalla ha tenido hasta ahora el poder de hacer y deshacer, de crear o destruir partidos, de encumbrar o derribar gobiernos. ¿Cuáles son sus rasgos y de dónde provenía su inmenso poder?
La imagen frente al concepto
En su libro, Homo Videns, Giovanni Sartori considera que la televisión implicó un cambio fundamental, una regresión en el proceso de comunicación humana. Es un invento que difunde imágenes, y con frecuencia las transforma en entretenimiento, pero anula los conceptos, las ideas. Atrofia la capacidad de abstracción, ese recurso a lo simbólico que se expresa a través del lenguaje. Anquilosa el entendimiento, sustituyendo el conocimiento profundo por una visión superficial. Y fomenta en el televidente una actitud perezosa, pasiva y acomodaticia. El sujeto se acostumbraría a responder sólo ante estímulos audiovisuales y acabaría mostrando desinterés por los conceptos abstractos, esas ideas imprescindibles para el razonamiento.
La mente humana está preparada para dudar de lo que oye… pero no de lo que ve
La imagen televisiva puede engañar con mayor facilidad que la palabra, manipular con más sutileza, porque la mente humana está preparada para dudar de lo que oye… pero no de lo que ve. Y porque la pérdida de capacidad de abstracción dificulta la distinción entre verdad y falsedad. La pantalla ofrece al espectador una engañosa sensación de que adquiere conocimiento del mundo sin esfuerzo, recostado en su sofá. Y le impulsa a aceptar argumentos simples, con tal de que le hagan sentir bien. Los mayores sinsentidos pueden convertirse en verdad revelada una vez repetidos hasta la saciedad, acompañados de imágenes sugestivas, impresionantes, si el público carece de una lógica que le permita resistir semejante avalancha desinformativa.
Se abrió así un enorme espacio a la manipulación audiovisual. La realidad era crecientemente compleja pero la tele la describía de forma cada vez más sencilla, más maniquea, con conmovedoras historias de buenos y malos. Los miedos irracionales o la imposición de la corrección política con su peculiar identificación de grupos buenos y malos, víctimas y verdugos, son manifestaciones de una creciente simplicidad y credulidad del público.
Una pantalla que no refleja la realidad
El televisor trasladó el énfasis de la palabra a la imagen. El cine ya usaba un recurso similar pero nunca dispuso de semejante poder. Cuando en 1895 los hermanos Lumière proyectaron sus tomas en un local de París, muchos espectadores saltaron horrorizados de sus butacas, huyendo de un tren que se abalanzaba sobre ellos. La tranquilidad regresó cuando se les explicó que la locomotora era una ilusión: no estaba realmente ahí.
El mundo es aquello que sale en la pequeña pantalla; y lo que no aparece no existe
Desde entonces, las películas no engañan porque todos saben que forman parte de la ficción. Sin embargo, nadie advirtió al público de que los productos televisivos son una verdad distorsionada, una parte muy sesgada y descontextualizada de la realidad. Por ello, demasiados siguen creyendo esa verdad televisiva a pies juntillas: «el mundo es aquello que sale en la pequeña pantalla; y lo que no aparece no existe«.
La influencia de la televisión no sólo estriba en la sustitución del concepto por imagen. Un estudio concluyó que, viendo la tele, la parte derecha del cerebro se muestra dos veces más activa que la izquierda, conduciendo a una suerte de hipnosis, a una actitud acrítica que impulsa a creer con mayor facilidad aquello que se exhibe en la pantalla, incluso aunque sea dudoso y cuestionable.
El voto condicionado por la imagen
Hoy día, la enorme complejidad de la gestión pública impide al ciudadano común estar perfectamente informado de todos los aspectos de la política. Esto se exacerba en el período electoral: ni siquiera los más concienzudos pueden examinar en profundidad los programas de todos los partidos. En consecuencia, algunos estudiosos consideran que, ante la imposibilidad de obtener y procesar toda la información relevante, los votantes recurren a reglas heurísticas, procedimientos prácticos, de carácter intuitivo, puros atajos, para tomar su decisión. Y una de estas reglas es la apariencia del candidato, la imagen que proyecta, cómo habla, cómo reacciona, cómo se comporta.
En el debate de 1960 entre Nixon y Kennedy, los radioyentes dieron por ganador a Nixon; los televidentes a Kennedy
Las imágenes visuales desatan emociones y ejercen gran influencia en la evaluación de los políticos. Por ello, en televisión importa mucho menos el razonamiento profundo que la pose, la prestancia y, sobre todo, la cercanía. De ahí la tendencia a los comportamientos campechanos, a la imitación de un impostado estilo llano. Pero sobre todo prima la imagen, tal como inauguró el famoso debate de 1960 entre John F. Kennedy y Richard Nixon para la presidencia de los EE.UU. Quienes siguieron el debate por la radio dieron por ganador a Nixon; pero los televidentes se decantaron abrumadoramente por el apuesto Kennedy.
Algunos analistas apuntan a que muchos votantes utilizan estas reglas heurísticas. Gabriel Lenz y Chappell Lawson mostraron en un estudio que los que los sujetos políticamente poco informados, es decir, quienes ven muchas horas la televisión, votan con mayor frecuencia basándose en la mera apariencia de los candidatos. En un experimento todavía más extremo, John Antonakis y Olaf Dalgas, propusieron un juego a niños suizos de entre 5 y 13 años. De cada par de fotografías de caras desconocidas debían señalar a quién elegirían como capitán de barco para una misión arriesgada. Pues bien, las preferencias de los pequeños, basadas en la mera apariencia del rostro, coincidían con los ganadores de la segunda vuelta de las elecciones parlamentarias francesas, a cuyos candidatos correspondían las fotos.
Muchos electores utilizan ciertas reglas heurísticas, o atajos, entre ellos la imagen, a la hora de votar
Así, los políticos encontraron un sustancioso filón para la manipulación: no utilizaron la televisión como un potente medio para transmitir ideas cruciales sino como vía para la difusión de imágenes y emociones entre las masas, convirtiendo la pequeña pantalla en un anzuelo para pescar votos entre electores algo hipnotizados. No necesitaron proponer políticas sensatas; bastaba con aferrarse a la apariencia, a un discurso maniqueo, a frases emotivas. Ciertamente, el invento fue muy interesante; pero su utilización manifiestamente mejorable.